Una mala noticia


7:45 am. Suena el despertador. Hoy le robo cinco minutos al reloj y me desperezo en la cama: no tengo ganas de levantarme. Quizás sea un presagio…
Voy hacia el baño y como cada día enciendo la luz y sintonizo la radio para empezar la mañana informada. Una noticia me entristece profundamente: la derecha más conservadora y xenófoba va ganando adeptos en algunos países europeos del Mediterráneo. ¿Cómo es posible?
Ya en la ducha, mientras el agua recorre mi piel, los pensamientos pasan por mi cabeza a la velocidad de un rayo. Intento buscar una explicación, pero no la encuentro. En el colegio me explicaron que el Mare Nostrum (el nuestro, el de todos) se caracteriza por su precioso tono azulado. Y también por ser uno de los lugares de mayor concentración de diversidad del mundo. Infinidad de tamaños, colores, formas y procedencias endémicas que conviven en un único entorno. Desde entonces siempre he pensado que todos somos diferentes, pero no tenemos por qué ser desiguales.
Cierro el grifo y me envuelvo en una toalla. Me voy secando y entretanto me vienen a la memoria aquellas lecciones de historia que recibí cuando era pequeña. Recuerdo cuánto me fascinaban las sociedades antiguas, redes de personas que contribuían para alcanzar una convivencia pacífica. Fruto de esta situación surgía un intercambio de conocimientos y culturas que mejoraba la vida de los ciudadanos. Los romanos entablaron una relación de diálogo y trabajo con los habitantes de las diferentes zonas del imperio, especialmente con los límites sureños. Siempre me llamó la atención la vida en Al-Andalus, un territorio que sigue siendo, seiscientos años después, un ejemplo de armonía y cooperación entre distintos pueblos. Éstos constituían una de las comunidades más avanzadas a lo largo de la historia. La sabiduría compartida de musulmanes, hebreos y cristianos impulsó un importante desarrollo en la economía, la agricultura, el arte, la ciencia o la literatura.
Repasando estas lecciones de historia, se ha hecho la hora del desayuno. Preparo un bol con leche y cereales; me siento y empiezo a comérmelos. Cada cucharada es una pregunta que cae como una losa:
- ¿Tan difícil es repetir algo que tuvo éxito hace más de seis siglos?
- ¿Las nuevas tecnologías no pueden ayudarnos en este proceso?
- ¿Por qué más allá de círculos entendidos, los ciudadanos de a pie no conocen el Proceso de Barcelona o la Unión para el Mediterráneo?
- ¿No somos capaces de adaptarnos los unos a los otros?
- ¿Hay algo más bonito que el diálogo, el intercambio y la convivencia?
- ¿Tanto cuesta llegar a una reconciliación en un conflicto o en una situación de crisis?
- ¿Hacemos todo lo que está en nuestras manos para restablecer la confianza en el otro y que éste la restablezca en nosotros?
- ¿Aún no hemos encontrado las claves del éxito de un Mediterráneo movido por la cooperación?
- ¿Quizás ya las conocemos y no nos interesa aplicarlas?
Me visto y me preparo para salir de casa, pero no puedo dejar de darle vueltas a esa noticia que me está afectando. Y es que no entiendo por qué hay quienes se preocupan por los vecinos de otras orillas del mar, pero no dudan ni un instante en pasar una semana de idílicas vacaciones en Túnez, por poner solo un ejemplo. Tampoco se lo piensan a la hora de degustar un rico kebab, convertido en sano fast food intercultural -a pesar de su procedencia como codiciado manjar de los antiguos reyes persas-. No les importa dejarse llevar por las historias que cuenta Emir Kusturica, ni por las animadas bandas sonoras de Goran Bregovic o los ritmos multiculturales de la Orchestra di Piazza Vittorio. Les encanta comentar con los amigos sus peripecias en las decenas de zocos marroquíes o turcos, y por qué no, servir en sus cenas más íntimas cuscús, polenta, sarma, moussaka, hummus o falafel.
Imaginar estos deliciosos platos y sus placenteros olores me hace pensar en que esta mañana no me he puesto perfume. Hoy no me apetece. Solamente cojo el bolso, el móvil y las llaves. Salgo por la puerta. Y empiezo el día con un sabor amargo. Puede que sea el mismo en el que pensaba Serrat, el del llanto eterno vertido por los cien pueblos mediterráneos que van de Algeciras a Estambul.