Rioja con los cinco sentidos



Destapar una botella de Rioja es dar paso a un festival para los sentidos. El oído recibe las primeras sensaciones: el descorche, el decantamiento, el servicio en copa… La vista se enamora del rojo cereza intenso del vino, brillante, con reflejos de decenas de tonalidades. O por qué no, amarillos pálidos, quizás con matices ambarinos. En la copa, los aromas de frutos silvestres, los recuerdos de plátano, melocotón o manzana, se alían con las características notas de crianza y se despliegan para regalar nuevas sensaciones al olfato. La boca, deseosa de sentir lo mismo que los anteriores, empieza por reconocer los sabores frutales, la armonía, el equilibrio y la intensidad de las cosas bien hechas. Aquí se entremezcla con el tacto. Pero Rioja es mucho más: es enoturismo, es cultura, es tradición, es modernidad. Es el vino con los cinco sentidos.

El vino ligado a la tierra



Nací en el campo, rodeado de los míos. En mi memoria perduran las hileras de viñedo, el olor de la tierra mojada tras la lluvia, el aroma de las flores de primavera, el calor del verano... El tiempo pasaba despacio y yo seguía creciendo, hasta que a principios de octubre, me arrancaron del que creía era mi lugar en el mundo. Me desgranaron y pisaron, después pasé un tiempo encerrado entre paredes de madera, en un ambiente oscuro, silencioso y húmedo. De pronto y casi sin darme cuenta, un buen día renací con otro aspecto. Ahora soy vino: rojo oscuro, con aromas frutales y buena estructura. Un regalo para los sentidos. Por suerte, siempre me recordarán con el nombre de mi tierra: Rioja.